VILLA TURGALIA

Un chaleco florentino
por Inmaculada Herranz


Es así de simple: versos sustantivos y cortos; composiciones de estructura cantable, redonda y definida; alguna paráfrasis de la cancioncilla tradicional (Pan de azúcar) e incluso una invocación inicial ("Cántame caminante / cantos de luna y miel..."). La delicadeza de las iluminaciones de Javier Alcaíns y la exquisita encuademación de Juan José Comendador le dan a este libro apariencia de cancionero. Que en realidad no lo sea es lo de menos: a los textos les falta ambición conceptual y carecen del fingimiento -delicioso- propio del género. Villa Turgalia abusa deliberadamente de nombres concretos: sin llegar a ser símbolos, abundan los tarritos.de miel, son innúmeras las tazas de hierbabuena y es posible que sobren vasos de vino. Los caminos que conducen a Villa Turgalia -el jardín-, aunque se localizan fácilmente en el mapa, pertenecen aquí a territorios privados y diminutivos. Los topónimos se encadenan para formar un mensaje en clave. Para ser un cancionero, a Villa Turgalia le sobra amistad, autoparodia -Clave de sol portugués- y canción de la tierra -Cabalas de Septiembre-, porque Villa Turgalia no es más que un intransferible regalo de cumpleaños con un solo destinatario.

Es fácil asociar estos textos con un concierto de voz y guitarra -en este orden de importancia- y, si nos empeñamos mucho, de voz y piano, tal vez porque la intimidad no exige aparato ni escena, y sí muchas complicidades y un respetable compuesto por los cuatro de siempre. Se requiere, además, un jardín lo más toscano posible y un cantante que se presente como José M. Pizarro, seudónimo de Rades.




Villa Turgalia se presentó el dieciocho de Septiembre de mil novecientos noventa y tres en el jardín del Palacio de Carvajal de Cáceres. Pase privado y función única. Hacía frío, caía el verano y el artista estrenó para la ocasión un chaleco florentino.







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