ME ALEGRO DE QUE me haga esa pregun­ta, pero sería una ne­cedad que yo dedicara este escrito a desentrañar, analizar o etiquetar la música de Rades. Por varias razones. Primera: no sé hacerlo, yo me quedé en ShostaKovich; segunda: están desterradas de mí discurso palabras como fluencia o divisoria, y asocia­ciones del tipo atrevimiento armónico o cañamazo sutil; y tercera: me daría la risa. Y a Rades también.

Para escribir sobre Rades yo sólo puedo ponerme muy vulgar o muy sentimental, y dudo de que ambos tratamientos se excluyan en este caso. El primero me obligaría a decir que en mi vida me he visto en tal aprieto (hablar de Rades disimulando el pa­negírico con toques corrosivos para que no se note que). Pero una crónica sentimental me permite sacrificar a Lope —pese al título del artículo— y enterrar la aguja de navegar culto en favor de mi amigo Javier Alcaíns. Porque me dispongo a narrar algu­nas horas felices.

En 1987 se fundó Tabula Rasa en el bar de la Facultad de Filosofía y Letras. Tuve la suerte de formar parte de un grupo que carecía de ideología, de intenciones y de un proyecto mu­sical claro. El que la mayoría de las canciones contasen historias anóni­mas de ciudades portuarias no era más que una coincidencia, ya que en el repertorio de Tabula Rasa había de todo: recuerdo especialmente un tema épico —insufrible— que reque­ría del público casi quince minutos de paciencia. Se llamaba Jerusalem, y Rades —que aún no era Rades y ha­blaba en los conciertos— se lo dedicó a su padre en una ocasión. Rades, que aún no era Rades, tenía verdaderos problemas para escribir textos en es­pañol, y la recurrencia al mar en gen­tes de interior provocaría ficciones tales como habaneras dedicadas a París, ciudad que entonces ninguno de nosotros conocía. Desde ese mo­mento se hizo indispensable que la literatura sustituyera a la experiencia, máxima que continúa sirviendo de base a Montenegro —formación de­rivada de Tabula Rasa—, cuyos com­ponentes jamás han viajado a Córcega, Malta o Estambul. Ni creo que tengan intención de hacerlo.



En solitario Rades nunca ha podido despegarse de la literatura y el mito. La tetralogía Territorio, aunque circunscrita a lugares empíricamente cercanos, presenta siempre estos es­pacios reales en su dimensión legen­daria: la ficción ha seguido apare­ciendo en las epopeyas del AlentejoBanderas lusitanas—, en la memoria árabe de Badajoz —Reino Aftasí— o en la lírica de los pastores trashu­mantes. Y la ciencia-ficción es el so­porte de Kindergarten y de Ulises X90 Sic. En estas obras se desplegó toda la industria de Rades cuando ya era Rades: las posibilidades de las má­quinas inferno-digitales —Korg T3, Roland RSP 550, Casio SA 10, Vestax MR-300 y otras hierbas— combina­das con el rendimiento de campanas, piedras, agua, cencerros o juguetes debidamente procesados, cuantizados, domesticados y electrocutados. Rades, cuando ya era Rades, com­prendió cuánto visten los espectácu­los multimedia —videodanza, teatro, monitores de televisión— y los con­ciertos irrepetibles, de un solo mo­mento. La solución final fue esa serie de obras conceptuales —Rades más Rades que nunca— en las que el pú­blico no sabe cuando tiene que aplaudir.

Para alivio de muchos, ya en 1989 había desarrollado una fórmula para hacer literatura sin necesidad de tex­tos. En la primavera de ese año es­cuché el primer Arcano. Rades, a punto de ser Rades, ante un piano Cherning ligeramente destemplado, defendió su instrumento más con­tundente: la voz. Los ejercicios vo­cales con sílabas más o menos eu­fónicas —aliteración pura, purísima— eran difíciles de asumir, pero he de decir que nunca había oído a Rades cantar tan bien como entonces, a un paso, sólo a un paso de ser Rades.

Fueron muchas las horas felices antes de que llegaran las produccio­nes de Arena y los proyectos de ges­tión cultural. La última de esas horas tuvo lugar en Miajadas, en un me­morable concierto de septiembre del 94. Ante un público que no era su público y que no se atrevió a respirar, Rades se dio un capricho: camuflado de blanco sobre una pantalla de cine y dejando que sobre su camisa se fueran proyectando barcos, veletas y paisajes de Gata, le rindió un home­naje a la infancia, y consiguió ese disparatado eclecticismo en el que es posible que con Laurie Anderson y Lucio Battisti convivan los ritmos ar­gelinos, las verbenas del interior de Portugal y las mañanas de domingo calabresas, después de misa, como en esa película de Giuseppe Tornatore. Otro concierto irrepetible. 


Por eso mi amigo tuerce el gesto cuando se le asocia con Franco Battiato o Nino Rota. Y también porque sabe que es verdad.



La Crónica de Rades. Inmaculada Herranz Cid de Rivera. Qazris, 1995.